La alberca del balneario era
honda y yo pequeña. Tenía cinco años o
tal vez cuatro cuando pasó. Mi hermana y
mi prima me gritaban desde la parte profunda de la
alberca, alentándome a entrar. Más tarde vieron que no me animaba a
seguirlas y perdieron interés, siguieron jugando a hacer piruetas olvidándose de mí. Pero yo
ya estaba tentada y se me hizo fácil dar el salto sin chaleco protector ni salvavidas: caí
de sopetón en área peligrosa. Una parte
de mi cabeza asomaba entre el agua dificultosamente, era complicado respirar.
El oxigeno me llegaba por turnos, a veces sí, a veces no, dependiendo de las
olitas que los demás bañistas hacían. Brincaba para alcanzar la mayor cantidad de
aire pero mi salto no era suficiente y
antes de poder tomar una bocanada, ya me encontraba de nuevo en la infame
alberca. Hasta que tanteando el suelo con los pies di con lo que sería mi salvación:
una roca. La piedra no era más grande que un borrador pero
me ayudó a impulsarme nuevamente e inhalar una cantidad de oxigeno aceptable. Así hice
durante algunos minutos hasta que alguien avisó que una nena se encontraba atragantándose
de agua en la piscina. Un muchacho me sacó gracias a la petición alarmada de mi madre. Yo,
atolondrada, no daba crédito, me había salvado de puro milagro. Desde entonces
no he vuelto a ver a las piedras de la misma manera.