Li Young Lee

A esta hora, lo que está muerto, está inquieto;
lo que está vivio, se calcina.

Que alguien le diga que ya se duerma.

Que alguien le diga al señor que me deje en paz.
Ya tuve suficiente de su amor
que se siente como una quemazón y un vuelo y una huida

lunes, 15 de noviembre de 2010

Capital

                                                          Capital
Maya succiona, aprieta los labios, destila enormes hilos de baba blanca que caen en el lustroso piso del baño central del norte. Tiene entre la lengua y paladar el grasoso, grueso y resbaloso falo de Bruno. Se lo come de rodillas porque a él sólo le gusta que se lo chupen de rodillas; entre tanto Bruno permanece de pie hasta que Maya termine la labor. Llegó de Oaxaca, ciudad de mushes, ella es mushe, soy mushe se dice cuando en la calle le gritan ¡¡puuuutooo!!!, soy mushe, se dice. En el pueblo la respetan, lo respetan; en el pueblo usa faldas largas y dedica sus labores a la crianza de los niños y le admiran su buen sazón. En la ciudad usa las mismas faldas y es una “loca”. El día en que mamá me vio convertida en reina, la primera vez, a los diez años, me llamaba Fernando, luego fui Maya; mamá me bautizó en el río, ella me escogió el nombre, yo sólo dije sí. Llegó a la capital en primavera, apenas dos días después de su coronación como la reina. Bajó del autobús para reencontrarse con el otro mundo y justo al poner el pie en el asfalto, Maya se vio nuevamente con la pena que solía sentir cuando lo llevaban de paseo a México: recordó que para salir a la calle, había que usar el disfraz de hombre. El panorama no le pintó nada agradable después que percibió las miraditas morbosas de los otros viajantes. Llevaba puesto unas enaguas rosadas y unos diminutos aretes que su tía abuela le había obsequiado. Se percibió extrañamente desnuda y expuesta. Guardó los aretes, no por pudor sino porque aquellos comentarios, dañarían el único objeto que la mantendría viva en la capital. Aún así, decidió ser mushe incluso en el DF. Buscó empleo como cocinera, lavaplatos, barrendera, estilista, pero no encontró lugar para ella en ninguno de esos oficios. Maya no llora porque las mushes no lloran, las mushes son fuertes, ella es una mushe fuerte. Bruno emite un leve quejido, tan diminuto que casi no se escucha, luego Maya percibe el río blanco entre sus dientes. Bruno termina y cierra la bragueta de su pantalón, sale como cohete disparado luego de arrojar el billete de 100, dejando a Maya entre la soledad de los azulejos en la central del norte. Se limpia el rostro blanqueado de semen y sale del baño intentando perderse entre la multitud que la mira. Soy mushe, se repite ante los vistazos atónitos e incrédulos de los viajantes mientras ondea sus enaguas.